Así profanaron los franceses la tumba del Gran Capitán
y destrozaron sus huesos
Antonio Pozo Indiano
Horace Sebastiani creyó llevarse de España
la espada más emblemática del Gran Capitán, pero en verdad se llevó una copia
hecha a partir de una robada en 1671
Gonzalo Fernández de Córdoba falleció a los 62 años
en Granada, aislado en lo político y en lo militar, a causa
de un brote de fiebres cuartanas, una enfermedad que había contraído
durante las guerras en Italia contra los franceses. Semanas después de su muerte llegaron decenas de
cartas de condolencia a su familia, entre ellas la del Rey Fernando, que
invocaba su vieja amistad y trataba de disimular con palabras gruesas el hecho
de que había incumplido todas sus promesas de recompensa, una detrás de otra; y
la del joven Carlos de Gante, quien había oído
desde niño la historia de su odisea italiana.
El héroe apodado
como Gran Capitán se convirtió en un mito viviente tras vencer a los franceses
en dos sucesivas guerras en Nápoles y firmar
victorias tan brillantes como la de Ceriñola o Garellano. Castellanos e
italianos unieron fuerzas en ensalzar su figura y presentarle, en el caso de
los segundos, como el defensor de Italia frente a los «bárbaros» franceses. Los
propios galos reconocieron el estilo cortés de hacer la guerra del cordobés y
su Rey no dudó incluso en elogiar su talento públicamente.
En junio de 1507, el
Rey francés organizó un banquete al que invitó a Fernando El Católico, a Germana de Foix y a Fernández de Córdoba, donde se
sinceró como un admirador del hombre que había vencido a sus ejércitos. «Mande Vuestra
Señoría al Gran Capitán que se siente aquí; que quien a reyes vence con reyes
merece sentarse y él es tan honrado como cualquier Rey», afirmó el Rey Luis XII al invitar al militar.
Ni siquiera
quedó un retrato o recuerdo visual de cómo era físicamente, aparte de que hubo
que esperar cuatrocientos años para que le dedicaran un monumento
No obstante, como
señala Henry Kamen en su obra «Poder y gloria: los héroes de la España imperial» (Austral),
la gran reputación del Gran Capitán no sobrevivió al paso de los siglos ni
dentro ni fuera de España. «No dejó huella en Europa (ni siquiera en Francia,
contra cuyas tropas combatió), y sería inútil buscar textos u obras de arte de
importancia en las que esté presente», asegura. Kamen ignora, adrede o por desconocimiento,
que parte de sus aventuras las esboza Miguel de Cervantes en una obra tan conocida como
El Quijote, pero tiene razón en el desinterés que mostraron algunos autores
posteriormente. Ni siquiera quedó un retrato o recuerdo visual de cómo era
físicamente. Hubo que esperar cuatrocientos años para encontrar su imagen,
mitificada, en un monumento público.
Sin
rastro de su memoria
La estatua más
antigua sobre él se encuentra en Madrid y data de 1883, un periodo en el que se
miró de nuevo al pasado para conformar un relato nacional coherente y uniforme.
Autores decimonónicos como José de Madrazo,
pintor del cuadro «El Gran Capitán en el asalto a Montefrío» o Federico Madrazo, pintor de «El Gran Capitán observa el
cadáver del Duque de Nemours tras la batalla de Ceriñola», trataron de dar vida
a los pasajes de su carrera militar.
En 1909, un oficial
cordobés reclamó al concejo de su ciudad que erigiera una estatua del Gran
Capitán para celebrar el cuarto centenario de su muerte. El Gobierno concedió
de cara a esa cita, en 1915, financiación para que Córdoba, y no Granada, que
también pidió ese honor, realizara un programa de actos y homenajes completo.
Solo entonces empezó a recuperarse su figura.
Monumento al Gran Capitán, por Mateo Inurria, en la plaza de las Tendillas de Córdoba.
La estatua del militar que se levantó con este fin
en Córdoba atrajo algunas críticas por la extraña blancura de la cabeza,
tallada en mármol blanco por razones creativas, pero en general sirvió para
enmendar el descuido histórico en torno a su memoria. En 1927, la estatua fue
trasladada a su ubicación actual en la plaza de las Tendillas.
Aunque Gonzalo Fernández de Córdoba falleció en Granada el 2 de diciembre de 1515, sus restos no fueron enterrados definitivamente hasta 1552 en un panteón de la iglesia de San Jerónimo de Granada, lugar donde acabarían reposando también su esposa y varios familiares más. En 1810, sin embargo, las tropas francesas del general Horace Sebastiani profanaron su tumba, mutilando sus restos y quemando las 700 banderas que, a modo de trofeo, fueron enterradas junto a sus restos. Los revolucionarios franceses habían puesto de moda en París lo de profanar tumbas, incluida las de los Reyes Borbones, y el militar francés no se resistió a destrozar el cadáver al ver que en el escudo del Gran Capitán se decía «vencedor de franceses y turcos…».
En medio de la
Guerra de Independencia, las tropas napoleónicas convirtieron esta iglesia en
su cuartel y se apoderaron de todas las obras de arte y joyas del lugar. Las
armas de Gonzalo Fernández de Córdoba corrieron la misma suerte... Cuenta el
erudito José Giménez Serrano en su obra «Manual del artista y del viajero» (1846):
«Desapareció la espada
del Gran Capitán, se profanó por vez primera su tumba, rompiéndose las cajas de
bronce, fueron robadas las banderas y esparcidos o rotos los demás trofeos».
Tras revolver los
huesos, el general napoleónico, en su huida de España en 1812, se llevó su
calavera y supuestamente su espada de gala, objetos que aún hoy
permanecen en paradero desconocido. Los huesos que se quedaron en
España aún sufrieron otra humillación. En 1835, con la exclaustración, lo poco
que dejaron en pie los franceses fue pasto del saqueo de los granadinos. Un
monje pudo recoger los huesos y entregárselos años después a los señores Láinez
y Fuster, pertenecientes a la Academia de Nobles Artes.
Éstos, a su vez, los llevaron a Comisión Provincial de Monumentos, que también
los entregó al Gobierno civil.
La
espada perdida
Horace Sebastiani creyó llevarse de España la
espada más emblemática del Gran Capitán, pero en verdad se llevó una copia
hecha a partir de una robada en 1671. Como explicó Gabriel Pozo Felguera en un
artículo de «El Independiente de Granada»,
firmado en 2017, originalmente había dos espadas en el lugar de enterramiento:
la de ceremonia estaba clavada en la pared del lado del Evangelio y la de
combate, situada en la pared opuesta, en el lado de la Epístola. La de
ceremonia fue un obsequio del Papa Alejandro VI al cordobés por defender el
Cristianismo. Y la de combate, con empuñadora de marfil, hoja ancha y fina, de
poco peso, parece que fue usada por el general en vida.
Precisamente esta
segunda espada fue retirada por alguien del Ducado de Sessa,
esto es, por familiares del noble castellano, antes del año 1671, ya que en
marzo de aquel año los monjes declararon que tiempo atrás ya no estaba. Hoy en
día sigue en manos de los descendientes del Gran Capitán, aunque hay teorías
que dicen que fue regalada a la Catedral de Santiago para
fabricar una lámpara.
La otra, la de
ceremonia, es la que Sebastiani pensó haberse llevado a Francia. Pero, no era
verdadera. Señala Gabriel Pozo Felguera en su excelente artículo que
a mediados del siglo XVII se descubrió que esta espada de ceremonia había sido
robada y sustituida por una de madera. La investigación se cerró sin encontrar
al responsable, si bien entre los monjes se acusaron de haberla visto en las
celdas de unos y otros años atrás. El paradero de la espada tampoco pudo ser
hallado y, lo único que está claro, es que cuando Sebastiani se la llevó
consigo a Francia ya no podía tratarse de la
original, sino de una simple copia.
Real Monasterio de San Jerónimo (Granada)
En total hay cinco
espadas que se reivindican como las de gala atribuidas al Gran Capitán. Dos las tiene el Museo del
Ejército en Toledo (copias de la existente en la Real Armería de Madrid); otra
es la que se llevó Sebastiani, en paradero desconocido, probablemente algún
coleccionista privado francés; la cuarta se encuentra en México, en manos de
uno de los descendientes del Gran Capitán y
la última, la que tiene más posibilidades de ser la auténtica, es la de la Real
Armería de Madrid.
De esta espada
consta su presencia, ya en el antiguo Alcázar de Madrid,
desde al menos 1621, probablemente como regalo de un noble de la familia a la
Corona. Aparece citada en el inventario de ese año y en el catálogo de 1793,
hecho por Ignacio de Abadía, que indica su
uso para «el juramento del Príncipe de Asturias, y para cuando el Rey nuestro
señor arma caballeros». Su bella factura y la representación en su escudo del
gran héroe militar con escenas de batallas clásicas hacen intuir que se trata
de una pieza de gran valor.
CESAR CERVERA
14-1-2021
Diario ABC
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